Juan J. Vegas Molina

por | Nov 15, 2015 | Critica | 0 Comentarios

PEDRO S. MORILLO

Aunque tenga la impresión de haberlo conocido siempre, conocí a Pedro hace algunos años, no muchos, pero es sabido que no suele coincidir el tiempo del reloj con los senderos del tiempo por los que transita nuestra alma. Algunas noches de verano las hemos pasado charlando hasta bien tarde sentados en el porche de su casa de Villavieja del Lozoya. Pedro y Rosaura, su esposa, mantienen, como castellanos que son, la forma de acoger a los amigos más sincera que conozco y que podría resumirse en la sencillez, la veracidad y el cariño. Dulces noches acariciadas por el frescor de la Sierra de Madrid y el rescoldo amable de la conversación entre cuatro amigos; rodeados, además, por esos seres prehistóricos y musicales que Pedro ha puesto a la puerta de su casa. Hablando de esto y de aquello, Pedro se admira de esa desbandada de las gentes hacia cualquier parte cuando, después de un año de trabajo, tienen por delante unos días de vacaciones; o el motivo por el cual abandonan de repente el lugar en el que están felizmente instaladas. A Pedro le extraña esa prisa que padecen los demás, ese desasosiego en el que viven. Es natural que se extrañe porque él vive de otra manera. Pedro tiene tiempo, tiempo verdadero: quehacer. Esta es su riqueza. Esto es lo que descubrí en él al poco de tratarlo: el esplendor creativo con el que vive un hombre tan modesto.

Un hombre que hace, un hombre que tiene tiempo, un tiempo muy peculiar, eso es Pedro. Los segundos, los minutos del crono no son tales en su alma, que en ella son hilos de tensión y color que le impelen a crear su obra, ese despiadado ser que algún día vivirá sin Pedro por mucho que él nunca pueda ni ser él ni vivir sin ella. Yo, que no entiendo nada de arte, veo en esa obra dolores y alegrías, mujeres, hombres y bestias triturados por unas afiladas hoces de color que los tajan y disimulan bajo los trazos más visibles del lienzo. La crueldad de la muerte, la incógnita de la vida, el misterio de un rostro que se transforma de lienzo en lienzo, y todo ello ocultándose sibilinamente bajo las formas amables de una guitarra, un texto imposible de descifrar, las gráciles caderas femeninas, el seno materno, o brotando del bramido de un corcel.

Adosado a la sala de exposiciones, que generosamente presta periódicamente para que otros pintores o escultores puedan mostrar su obra, hay una estancia no muy grande en la que Pedro trabaja a diario. Una noche Pedro nos abrió su puerta. Pudimos ver una gran cantidad de cuadros almacenados y figuras compuestas o a medio componer. En el centro de la salita, una gran mesa sobre la que descansaban bocetos de sus proyectos, botes de pintura, brochas y pinceles… Mi esposa y yo recordamos con frecuencia esos pocos minutos pasados en ese cuarto y cómo disfrutamos de su olor, su ambiente, las explicaciones de nuestro amigo Pedro… ¡Cuántos sueños y formas multicolor hechos con trabajo duermen bajo esas cuatro paredes!

Envidio de Pedro su quehacer, su magnanimidad hacia cuanto le rodea, principalmente a las cosas más humildes. Envidio su falta de pereza, su autenticidad y su amable presencia.

Juan J. Vegas Molina