Pinturas del artista polifacético S.Morillo, estilo que podemos incluir dentro de la abstracción, derivando hacia un expresionismo abstracto.

Obra atrevida, abstracta e inquietante. La imagen nos acerca a una dimensión propia del subconsciente humano, donde se desatan las fobias y las más bajas pasiones. Pinceladas libres, radioconcéntricas y de grandes manchones. Colores que salen y entran irradian una onda de confusión y recogimiento en su centro, un oxímoron en letras capitales. Aquí el artista se deja expresar libremente, alejado de cánones y de bellezas estilísticas: es el silencio, el pensamiento de uno mismo y la crítica personal la que hace hablar a ésta obra. Como si de un libro se tratase, es simplemente la venus del silencio. Metamorfosis del desaliento, por Pedro Morillo.

Composición realizada con diversas técnicas sobre cartón. A simple vista, la obra parece una sección del cuerpo de una embarazada. Se adivinan las curvas típicas de la gestante, así como una “radiografía” a todo color interna de la grávida. Venas, arterias, músculos y nervios se adivinan en una amalgama de compuestos orgánicos que adivinan el neonato en el centro. Sujeto en una circunferencia uterina se adivinan otras circunferencias que dibujan al bebé dentro de la cavidad, de un color nervioso similar a los nervios del pecho de su futura lactante, estableciendo así un vínculo vital entre el futuro nacido y su madre. Ésta venus curvilínea se nos presenta como una venus actual sacada de las modelos de venus prehistóricas (Venus de Willendorf) que hacían gala de sus exuberantes proporciones en pos de una segura fertilidad, especie de amuleto antropomorfo a favor de los alumbramientos y la continuación de la especie.

Tinta que bucea en el más puro estilo de Morillo: formas libres, sin voluntad estilística ni figurativa, puntillismo, moteado y piel de reptil. No hay nada claro ni formado, son formas que deambulan libremente por el papel, una auténtica “rebelión de formas” como nuestro pintor nos revela en el título. Los juegos de volúmenes y estilos han desaparecido en favor de un espectro lleno de tintas y líneas curvas que entran y salen sin mandato y sin orden, sin conjugar a crear un prototipo mínimamente realista y configurado.

Dibujo de difícil explicación si no contamos con la descripción del título. Tiene una letanía en el margen inferior derecho, cerca de la firma que dice “mi amigo el caballo” que nos da una gran pista sobre la temática de la tinta. Es una cabeza de caballo, al estilo del filme “El padrino” pero sin tintes violentos, sino puramente artísticos. Es una forma surrealista, a la manera de Morillo, una forma diferente de ver el rostro del animal, otra forma de mirar el arte simple y llanamente.

Nuevamente, una obra de temática taurina y surrealista nos atañe en éste lienzo de formas imposibles y sinuosas. Un toro amorfo y deforme aparece en medio de círculos y formas imaginarias de distinto color que emergen formando un ocho, estando algunas esparcidas libremente. Nos sorprende detrás del animal un arco de herradura visigótico, siendo éste el único con formas reales y proporcionadas que le da un aparente orden a la sinuosa obra. El color que domina la paleta es el azul que se desprende del cuerpo del animal y pinta la mayoría de líneas que entran y salen de la mixtura.

El argot popular dice que “la música amansa a las fieras”, y en algunas ocasiones, ésta produce el mismo placer que cualquier tipo de demostración carnal. Para los melómanos, es su particular y sana droga, mientras para otros son veneno para sus oídos. El placer que nos transmite la mixtura es a base de acordes, a base de notas musicales y pentagramas que endulzan el efímero instante que dura la nota en el aire. Es un recurso de placer que busca la sensación en el sonido, el sentido del oído, en éste caso de un contrabajo y otro instrumento desconocido, formando una característica X en el centro de la obra. El contrabajo se compone a base de pigmentos del color suyo propio, estando el otro compuesto de un fuerte color verde y rojo en los huecos. En el lado izquierdo hay situados pentagramas, unas líneas que parecen pulsaciones y una carta manuscrita y fechada por el autor. Es sin duda un particular homenaje de nuestro artista a la música de cuerda, un recurso al placer que provoca cuando es escuchada por nosotros, si no todos, al menos en su gran mayoría.

Lienzo mellizo de “Historia de una mariposa”. A la manera mixta, nuestro autor desarrolla de nuevo la temática animalística personificada en una mariposa. La forma del precioso animal se entremezcla con las formas del fondo del cuadro, desarrollando ambos líneas con fondos de piel de reptil y trapezoidales. No tiene cuerpo ni cabeza, al menos, apreciable con un simple golpe de vista. Tiene incrustaciones rojas a la sazón de esmeraldas o pequeñas joyitas que valorizan las maravillosas formas de la mariposa de alas abiertas.

Las líneas en canutillo de color ocre tostado recorren el lienzo y rodea formando garabatos el desarmado instrumento. Son raudales de pintura que no parecen tener principio ni fin, simplemente recorrer en garabatos y líneas rectas la tela y pintar por encima el protagonista: una vieja y rota lira. Un lado aparece abierto y las pocas cuerdas que le quedan se prolongan hacia arriba hasta confundirse con los colores que interrumpen la aparente paz del cuadro. Se apoya sobre un pedestal o sucedáneo a modo de trofeo y parece estar asida en el aire.

De nuevo, una conjunción de instrumentos musicales nos ocupa la tela. Ésta vez repite experiencia la guitarra eléctrica, y un saxofón como instrumento de viento. Ambos se unen por un mismo fin, hacer música, cada uno de una forma, ya sea punteado o soplado. Debajo de ambos Morillo sitúa de nuevo una inscripción parecida a una carta manuscrita y firmada. Los instrumentos aportan algo de color, texturas diferentes a un cuadro medio claro y medio terroso, un fondo tenue sin brillo ni esplendor. El cuerpo del saxofón sitúa una decoración similar al mosaico o a elementos precolombinos.

Un extraño ser aparece fundido entre los barrotes azules de una celda de extraño fondo escamoso, parecido a la piel de los reptiles. El espectro aparece con la cara desfigurada, sin tener ninguna proyección o zona clara que nos ayude a enfocar alguna parte del rostro. Es un cuadro abstracto impresionista: el autor no aspira a ponernos una obra fácil, clara y perfecta, sino que tiende a dejarnos espacio para la imaginación y la fantasía. Entran y salen los barrotes de la cabeza, siendo las únicas formas rectas de todo el cuadro. De la testuz nacen formas que parecen fuegos fatuos de colores cálidos y, entre ellos, lo que parece ser un balón de fútbol de cuero descosido en su principio y vomitando esa llamarada de colores rojos que envuelven la testa del oscuro personaje.

Los pensamientos nunca tienen un dueño o señor que los domine. Son ideas que se nos vienen a la mente de forma aleatoria e inesperada que lo mismo nos eleva que nos destruye. Podemos pensar en el comienzo de la humanidad o en lo evocador de la naturaleza sin tener porqué o hacer falta un estímulo externo que nos induzca. En el lienzo, Morillo nos evoca la abstracta figura de un gen pensante, unas formas que desobedecen los patrones de rectitud y voluntad estilística. Una guitarra aparece difusa en el interior de la amalgama, sin tener una gran briega ni estar acabada completamente. Las formas se enaltecen y se regocijan disfrutando de la libertad surrealista y la anarquía de formas que entran y salen del campo de acción que se desarrolla en su centro. Chocantes y atrevidos perfiles y para una inquietante visión onírica e intempestiva.

Siguiendo la trayectoria del dadaísmo y los imposibles de Dalí, en ésta obra es el ingenioso hidalgo protagonista de un fragmentado cuadro, enmarcado por una serie de líneas o marañas que parecen “agarrarlo” como si de manos se tratase. Tras éste falso “marco”, aparece el quebrado rostro del caballero. Se aplican pinceladas sueltas y ligeras, predominando tonos cálidos como el ocre o el rojo. El fondo tiene forma ajedrezada, recordando a los molinos de viento célebres en la obra culmen de Cervantes. El desaliñado rostro del caballero no obedece a ningún canon de belleza o proporciones: es el mismo Quijote, mezquino, loco y desarrapado el que manda éste retrato, que refleja la mente inquieta del autor y, por qué no decirlo, la del mismo caballero.

Nuevo cartón realizado con óleo negro sobre el soporte. El título de nuevo parece no corresponderse con lo que se desarrolla en la obra. Un tragaluz es normalmente una abertura en forma de óculo que baña de luz una estancia determinada. Aquí Morillo parece que refleja más bien una grafía china, esparciendo y arrastrando las líneas sin inducir a formas reales de objetos. Se difuminan y se manchan de forma libre y anunciando el “horror vacui” tan característico de nuestro autor en los acrílicos, pasando a todos los niveles incluso al óleo.

Los anillos concéntricos se agolpan formando un tenebroso agujero negro que se traga pedazos de tierra. Parece un episodio interestelar, donde una estrella acaba de morir y está siendo absorbida por un gran agujero que parece estar centrifugando. Los anillos van perdiendo color a medida que se alejan de nosotros, siendo la mayor carga de color en el lado más cercano a nosotros. También tienen pedazos resultantes de la deflagración, los cuales se expanden por todo el cartón. Los círculos están arrastrados inteligentemente, dando la sensación de estar un poco girado y provocándole una perspectiva que le hace tener más profundidad y dar nota del alcance del acontecimiento.

Lo primero que nos llama la atención es el sombrero azul del campesino que nos da la espalda. El azul que lo rellena conjuga con la camisa del otro hortelano que lo coge por el hombro, siendo la prenda un poco más blanquecina que el sombrero. Ambos rostros de los personajes permanecen ocultos a la vista del espectador, siendo ocultos por sus respectivos sombrerillos, azulado el primero, y amarillo-verdoso el más alto. De nuevo, tonos amarillentos y claros que emergen en la izquierda y tienden a desaparecer a medida que se recorre el lienzo hacia la derecha. Un gracioso cuadro de temática costumbrista que nos muestra de manera sencilla el descanso de dos desconocidos segadores en medio del tajo.

Nuevo desnudo pero con una concepción distinta al realizado anteriormente. La figura de una robusta señorita se nos presenta desnuda y vuelta de espaldas mientras se escurre el pelo. La figura parece intentar salvaguardar su anonimato girándose hacia adentro y ocultando su rostro de la vista del espectador. Es un cuadro claro que acoge la escultural muchacha recién salida de un baño, proyectando la luz desde dentro hacia afuera e iluminando el contorno. Acoge de manera laboriosa el perfil de la joven, pintado a base de colores pálidos y claros, mostrando el lado derecho la sombra que produce el brazo en alto. Grandes líneas de color con mucha cantidad de pigmento y poco arrastre, induciendo líneas que acechan la aparente calma si se observa al lejos. En lo alto se despliega un sutil e inadvertido abanico de colores como el naranja, rojo, el rosa o el azul.

Óleo en forma de collage con alegres tonos claros y una temática de género costumbrista. Un señor de ropas claras y sombrero campesino canta una de sus letras compuestas por él mismo. Las rayuelas coloridas se suceden y separan el cuadro siendo el eje de simetría el mismo protagonista: a un lado se suceden los colores fríos que se conjugan con la ropa del autor y en otro los cálidos que aportan luz al cuadro. Colores ocres y azulinos que están siempre presentes en la paleta del autor, sin olvidarnos de sus características rayuelas que “acechan” la tranquilidad del cuadro. Pinceladas sueltas y libres que sin darse cuenta dibujan una figura de tipo folklorista de género popular.

Curiosísima obra sobre un material atípico como es el cartón. Unos estallidos negruzcos a modos de rayos de sol nacen espontáneamente producto de una fortuita combustión. No se aprecia con claridad las llamas; más bien parece que estamos ante los momentos finales del fuego, donde lo que quedan son rescoldos y tizne producto de las llamas. Sea lo que fuere calcinado, de él sólo quedan restos teñidos de negro, así como una gran grieta que recorre el cuadro diagonalmente. Un magnífico cartón que registra el resultado de una combustión con una categoría excepcional, estando todo envuelto en una atmósfera que acoge la escena perfectamente.

Óleo sereno, realizado para ser visto desde lejos. La joven, desnuda al completo, acaba de ser sorprendida al salir del baño. Unas pinceladas simples, con abundancia de pintura y poco arrastre bastan para acercarnos la tímida desnudez de una joven cualquiera. Es suma delicadeza, incluso parece que las otras pinceladas del fondo parece atacarles su escondida belleza: la joven en un ademán de vergüenza o pudor se oculta el rostro. Es, sin duda, una estampa más de un género al que los años no le pasan por encima: el desnudo femenino que encandiló a Praxíteles, Velázquez en su lecho o el mismo desnudo de Cánova con la hermana del General francés, y ahora, en pleno siglo XX recién salida del placentero baño.

Las mixturas obedecen a un tema de difícil explicación, por lo que nos tenemos que ceñir al texto de Morillo que ha puesto como título. Parece una explosión, una deflagración ocurrida en un puerto y sobre la que no se ve nada conciso, simplemente grandes manchas y derrames de tinta color yema y negruzcos. Fuera hay líneas de distinta longitud y dirección, que el autor ha hecho volcando el papel para que se corriera hacia la dirección deseada.

Continuación de la saga de mixturas sobre lienzos. Imitando un collage, y sin salirse de los tonos empleados en los anteriores lienzos, Morillo articula el cuadro como un inverosímil rostro. Es precisamente la huida de lo natural (némesis), la mera imitación de un retrato lo que hace fantástica y potente esta obra. Son colores en bandas verticales e irregulares, que emulan el falso fondo de un rostro señalado por dos ojos concéntricos y una desproporcionada boca. Parece un sueño onírico, sacado de una pesadilla, del abismo del subconsciente del que tanto habló e hizo presente Freud.

Un imposible típico en lo surreal se nos presenta ante el lienzo mixto de Morillo. Una guitarra eléctrica aparece ensertada en una lira, contraponiendo la modernidad de un instrumento arcaico a la de un instrumento del siglo pasado. Para ello la guitarra aparece vacía, las cuerdas parecen saltar por encima inexplicablemente del lateral de la lira que la atraviesa. Parecen sendos llaveros musicales que anteponen el pasado más remoto al pasado más reciente.

Preciosa obra animalística de Morillo. Una mariposa de grandes dimensiones abate las alas entre anillos. Los perfiles de la mariposa están resaltados mitad verde y mitad rojo, al contrario del color de las circunferencias. Las alas se componen igualmente de círculos con líneas que lo unen al centro, al cuerpo de la mariposa. Parecen ojos imitando las alas de mariposas reales, las cuales utilizan distintos tonos en sus alas para colocar falsos ojos y ahuyentar al enemigo. Rellenan de color los naranjas y amarillos, en una decoración parecida a la musivaria, alternando líneas en zigzag y secciones romboidales imitando a la piel de serpientes. El fondo es terroso imitando el entorno en el que se desarrolla la vida de la colorida mariposa.

Mixtura sobre tela que representa de una manera abstracta una temática imposible y surrealista. Se observa una guitarra que ocupa casi todo el medio con un mástil alargado y rosado, similar a un cordón umbilical. En la izquierda hay una inscripción de difícil lectura que se reblanquece entre los tonos marrones claros que dominan la composición. Tras la guitarra y la inscripción, las demás formas se confunden y se sumergen en color hasta no distinguir nada claro y conciso. Quizás la imaginación del espectador vea detrás el cuello de un maniquí incompleto o una estrella que se acorta por la falta de lienzo.

Pinceladas libres y pastosas, sin voluntad figurativa. El título parece asemejarse a la obra en el sentido de la maraña de vísceras que posee el cráneo, y aquí serían mostradas como el entramado de colores y formas sinuosas que se agolpan para converger casi en el centro, formando un quiasmo artísticamente hablando. Los bordes parecen cosidos uno sobre los otros, recordando a los primitivos balones de piel y a unos zapatos de cordones antiguos. Una obra de marcado carácter y atrevidas pinceladas en las que predomina, una vez más, los tonos ocres y cálidos.

Radiografía de la degeneración del ser humano. El hombre, precursor de todo avance y de todo terror, involuciona hacia una forma en la que ni él mismo se reconoce. Lo que debería de ser un simple retrato a estilo foto de carnet se ha desvirtualizado, se ha desmaterializado y se ha vuelto abstracto, insípido. El hombre, entre las rejas de lo irracional creado por el mismo, ha avanzado hacia elementos insensatos. El fondo de la composición son rectángulos con garabatos al estilo oriental y a juego del ritmo de la obra: líneas sin fin que se entremezclan unas con las otras hasta parir éste inquietante personaje.

Cuadro de tipo musical a la técnica mixta, representando un violín y una tuba. La pareja musical se compone con unas grandes cantidades de color. Morillo las aplica con poco arrastre y con una abertura de los instrumentos, enseñando secciones en las que se entremezclan sinuosas formas en paneles y vegetales, pareciendo incluso el sistema circulatorio de un humano. El fondo está compuesto por líneas azarosas de blanco a grandes raudales de color, apreciable si usted se acerca a la obra, pudiendo apreciar también burbujitas que se expanden por todo el lienzo.

Mucha gente rechaza el surrealismo debido a la dificultad que atañe el ser leído y comprender que nos intenta transmitir exactamente. Pero la mayoría desconoce el enorme significado que dictan sus obras, así como la fuerza y el ritmo con la que han sido compuestas. Aquí, el lienzo refleja una composición alargada y patética que muestra una trama vertical de colores que se agolpan el uno sobre el otro sin orden aparente. Tiene como márgenes rombos o puntas de diamantes, y en la diestra una composición parecida a los paños de sebka mudéjares. Casi al medio, un círculo azul acuoso parece un ojo que intenta aturdir al espectador, reflejando la carga expresiva y casi interlocutora que nos presenta la tela.

Un gran caballo blanco desbocado parece hacerle un requiebro a un toro de lidia en el albero de una plaza. En la garganta del mismo aparece grabado a fuego un bovino similar al anterior pero con dos tercios de banderillas puestas. Acecha el recorte anillos concéntricos de tonos negruzcos y similares a espectros que se dispersan desordenados a lo largo y ancho de la obra. Los mismos parecen que van a parir unas alas para el corcel, el cual se dispone levantado sobre las traseras en un ademán de salir huyendo del lienzo.

“Que las musas te pillen trabajando” decía la famosa cita de Picasso. El término inspiración es aplicable a todas las artes, incluida la musical, y así se puede dar forma al tema de éste cuadro. Aparecen la trompeta y la guitarra, con un mástil fuera de lo normal y una surrealista mano que atrapa el instrumento de viento. La forma de la inspiración se puede entender como las líneas helicoidales que parecen envolver y escapar de los instrumentos, un emblema abstracto de la musa de la música, Euterpe, representada por lo común con una flauta doble (“aulós” griego) o sencilla.

Morillo nos encandila una vez más con una temática costumbrista tan ocurrente en el siglo XX. Dos aros verde y rojo atrapan en una forma imposible una guitarra flamenca que se presenta ante una maraña de formas inquietantes del cuadro que actúa como fondo, a juego con el color del lienzo. Al medio se ve como una línea que se aproxima a marcar la simetría un perfil que, en un intento de imaginación, puede parecer la sección de un bailaor flamenco. De la guitarra parece emerger toda una serie de espectros que son las formas citadas anteriormente, motivos abstractos que el pintor da a la pieza en su particular intento de ofrecerle originalidad.

Lienzo claro de una temática costumbrista típica del país. Se adivinan con gran claridad dos toros con colores distintos pero de un movimiento y una postura similar. Quizás aquí el artista se ha tomado la libertad de “dar la vuelta” a uno de los protagonistas del cuadro colocando imaginariamente un espejo y dando una imagen similar pero de distinto color. Los animales parece que embisten a un ser de difícil explicación: a simple vista parece un caballo con cuernos o un grifo imaginario que confunde al espectador haciendo que su ojo se centre en la figura central de la obra, el toro bravo. Una serie de anillos concéntricos que se ensartan en una tira blanca dispara la atención hacia su recorrido, que va a parar en la figura imaginaria compuesta por colores verdes y ocres sin aparentemente ninguna intención estilística. El blanco del fondo resaltan las figuras aún más, intentando hacer sin querer o queriendo que los toros aparezcan en acto de embestir a la figura y ésta, en un alarde de rejoneo, les dé un recorte.

Puro y ortodoxo surrealismo que entremezcla grandes cantidades de color y una compleja red de colores y tonos dispuestos, aparentemente, sin ningún orden ni claridad. Muchos de los colores del cuadro son híbridos resultantes de la mezcla de los otros que ya hay en la imagen. Los colores que mandan son los rosas, negros, azules y ocres, así como pequeños tonos de rojo que intentan unirse al ocre pálido. Espectros sin voluntades estilísticas que ocupan un claro fondo y lo tiznan de los colores típicos de la paleta de Morillo.

Tinta que representa el espíritu de una de las siete artes: la danza. El espíritu parece emerger de la tierra en forma de contraposto, como danzante. Fino puntillismo recorre con gran decoro partes del dibujo y los contornos del medio arco de herradura que parece dar una localización a la obra. Al fondo, unas líneas inteligentemente puestas nos recuerda a un mar en el ocaso del día, con la luna tocando retirada. Bellos lazos que atraviesan el ente en su cúspide, que acaba de forma alanceada. El puntillismo antes mencionado es quizás la forma que más destaque en la obra, debido a que decora y rellena huecos tanto del espíritu como del espacio.

Un fondo salmón oscuro refleja con un simple golpe de ojo las manchas negras en vertical que adivinan edificios en pleno puerto. La paleta, provista de colores oscuros, azulados y negruzcos, atiza sobre el lienzo en bandas verticales los edificios que se suceden en un triste mar azul medio celeste. Visto al lejos, la primera figura vertical parece humana, despuntando en su cúspide una siniestra calavera que nos observa. Rayuelas blancas, parecidas a un lienzo acuchillado imitan olas en el imaginario mar, de manera similar a las que pudimos ver en la obra “Al salir del baño”. Composición asimétrica, en líneas horizontales que dibujan los perfiles de los supuestos edificios. Tono negro el que domina el cuadro, tanto a la hora de adivinar estructuras como en su reflejo en el agua. El mismo fondo llega incluso a equivocar, a desvanecerse con el color azulado del agua.

Una escalera de botellas medio vacías de distinta forma ilustra con ayuda de la iluminación amarillo-anaranjado la temática de ésta obra sobre papel. La obra está realizada a modo de una línea imaginaria la que recorre de izquierda a derecha en sentido transversal el soporte. Está vista de modo de que los colores cálidos no se mezclen con los fríos, situados en el lado de la sombra, la franja derecha. Se adivinan distintas botellas: la primera, parecida a las probetas que se utilizan en farmacias y alquimias, de cuello alargado y base ancha; la segunda parece que guarda vino o aceite; la cuarta, similar a un frasco de perfume francés; detrás, una forma desconocida nos recuerda a un termo.

Los encantamientos fue un tema tabú en la edad media europea, máxime cuando estaba la inquisición apuntando con el gatillo ante cualquier temor de brujería o magia negra. Quizás ese miedo residía en no poder demostrar lo que sucede, no saber exactamente en qué consiste un encantamiento y la razón. El revoltijo de colores parece un espectro, un encantamiento materializado en el aire, en el que los tonos se suceden y se mezclan sin que nadie aclare qué está pasando exactamente.

Tinta sobre papel la cual nos describe (según aparece en el margen inferior derecho) un lado, un perfil de una bota. Sus contornos lo componen equis y mucho puntillismo de distinto grosor: desde simples puntos a círculos de distinto radio, tanto regulares como irregulares. Más que un perfil, parece una sección del zapato. La abstracción de la tinta y la pérdida de toda forma parece que abre boquetes a la misma. Tiene un cordón largo que pende de lado a lado y se inserta en un agujero medio del cuero. La suela, parece por la textura que le ha imprimido Morillo que es de madera. El otro lazo emerge de la parte inferior del calzado y se enrolla en la parte baja del papel, hasta guiarnos por la descripción, para luego desviarnos hacia la firma.

Técnica mixta que nos recuerda en origen al fundador, Paul Kee. La pintura es el resultante de aglutinar varias técnicas artísticas en una misma, como el óleo, acuarela y tinta. La obra que nos ocupa parece ser una resultante de combinar las tres mencionadas, dando a luz una serie de colores que aglutinan una forma al azar, sin intención formal o naturalista. Es una mezcla de los colores típicos de Morillo: azul, ocre tostado y rojo. Se esparcen libremente ocupando el soporte en su totalidad. Hay un “horror vacui” en la misma, un miedo al vacío libre y abstracto, sin orden para el visor, pero con un gran sentido para el autor.

Preciosa obra que enmarca sobre el papel un desnudo surrealista, onírico. Las tintas y los colores ocres tostados amalgaman el desnudo de una mujer, una musa a la que sólo se le aprecia con decoro el pubis y la zona inferior del cuerpo. Una tinta negra araña recorriendo el campo de acción pareciendo una firma o un garabato simple. Las texturas son a tinta corrida: el color cae chorreado por la gravedad dándole una sensación espeluznante, fantasiosa y única. Los colores se agolpan una vez más en el centro, intentando ocultar toda sensación de orden y formas claras. El papel cuchea soporta una obra genial y atrevida, que a base de manchones de tintas, corrimientos y garabatos emulan un desnudo contemporáneo, abstracto, imaginario, exportado del mismo subconsciente de su creador.

Curiosa y trabajada composición monocroma de temática naturalista. El autor nos presenta un paisaje que nos retrotrae al Bosco con un páramo yermo y un árbol seccionado junto a otro talado casi de raíz. Ambos están secos, producto de la tempestad climatológica o de la acción de los más diversos xilófagos. Las ramas penden del árbol principal dando una sensación de aspecto tenebrista, y el interior es decorado a base de puntillismo. Se adivina entre las ramas una media luna y un misterioso rostro, así como formas sexuales femeninas o quizás la planta del cacao. Al fondo se descubre un paisaje dividido en sustratos que se metamorfosean con la misma identidad compositiva que la del árbol: puntillismo, formas que nos recuerdan a la mampostería y sombras negruzcas y lineales. La sabia de ambos parece hueca, y las raíces son líneas ondulantes que se unen unas con otras y nos adivinan la firma del autor a los pies del árbol mayor.

Morillo nos presenta una obra realizada con grandes manchones de tinta. Se esparce en el papel libremente en una especie de pompas de diverso color. Domina la obra el color negruzco y las tonalidades ocre color yema y anaranjado. Hay ocasiones en las que la tinta se corre, dando el autor cierta libertad compositiva al material mismo. Es un quiaismo, una composición en aspa en la que el centro queda dominado por una síntesis entre los dos colores dominantes, formando una tonalidad marrón de diverso grado. En los extremos, líneas del tipo Morillo que dan cierta sensación de paz tensa dentro de la maraña de tonos del centro.

Collage que oculta en el centro una curiosa carta. El soporte queda delimitado por unas líneas con garabatos que parece delimitar el entresijo de papeles. Los fragmentos han sido cortados sin motivo, dejando entrever la carta que hay escrita dentro, encriptando el contenido y dejando al espectador con una sensación agridulce, incompleta por no poder saber el porqué de la carta ni a quien va dirigida.

Un escorzo vertical nos gira la identidad de la campesina hacia adentro, hacia el origen de la luz. La campesina sostiene un canasto del mismo color que el faldellín que le recubre de cintura para abajo. La figura parece emerger de la oscuridad y encaminarse hacia la luz, ella misma gira hacia el interior del cuadro y parece adentrarse hacia un magma lleno de calidez y colores que se anteponen unos a otros sin orden aparente. La carga del canasto llega a equivocarse o a disolverse con el fondo; bien pueden ser flores que acaba de recoger en las praderas con un matiz ocre presente siempre en la paleta del autor.

Cuadro sinuoso, sombrío. La naturaleza muerta se nos presenta sobre un tapiz repleto de colores. Sobre él, dos jarritas posan con un foco de luz trasero que ayuda a dibujar sus contornos (es, casi con toda probabilidad el foco de luz del cuadro; como las escuelas francesas del barroco, la luz emerge de dentro, y no de fuera como en la italiana de il Caravaggio). Fuera de los utensilios, una guerra colorística se desata en el espacio que sobra del cuadro. Los pigmentos se agolpan en una frenética carrera, un horror vacui frio y confuso que dispara la vista del espectador en formas de aspa, en una especie de acoso y derribo hacia las serenas formas de los jarritos que yacen en la mesa. Caos contra el cosmos, la inquieta templanza del bodegón, oxímoron perfecto el que se conjuga en este cuadro.


Similar al colibrí que vuela libre, los molinos que hace famosos el ingenioso hidalgo nos acechan en forma de ave. Curiosamente, el cuadro carece de elementos que nos remitan a éstas formas arquitectónicas típicas de Castilla. Son apenas dos aspas que emergen del cuerpo del imaginario animal las que nos indican que la verdadera alma del cuadro son los molinos. Las marañas se suceden unas sobre otras adivinando en ocasiones formas de difícil explicación. La paleta dominante son colores azulinos, ocres y negros. Anillos concéntricos típicos del estilo del pintor que aparecen y desaparecen atrapados por los colores que sobresalen en el cuadro. No hay formas claras ni voluntad estilística, es la misma locura del Quijote la que nos introduce en ésta obra, dando la propia mente del espectador forma y significado al vuelo del insidioso animal.

Lienzo que rodea lo místico y lo onírico. Son formas que entran y salen, destacando tres círculos que se unen y separan, con una remezcla central que parece ocasionar el mismo rompimiento. Se desarrolla sobre un entorno turbio, con un friso irregular marrón y un manchado fondo blanco. Parece un “horror vacui” que tiene el autor a que se queden partes del cuadro vacías, manchándolas con líneas y corrimientos de acrílicos en vertical.

Nuevo acrílico, último de la trilogía de Venus que realiza Morillo. Según parece indicar, la desacralizada venus ha sido mutilada no se sabe dónde ni cómo. Es quizás un título meramente orientativo para la imaginación de cada uno, puesto que la obra no se sale de las pautas anteriormente representadas. Es una supernova de colores (en ésta ocasión más oscuros) que forman los característicos círculos irregulares y otras formas, desapareciendo toda representación recta o horizontal. Amalgama de colores sin cortapisas que rompen y forman diversas nubes en el lienzo, tornando a círculos y elipsis sin formas perfectas.

Curiosamente, el origen de las venus está lleno de misterio. Son suposiciones realizadas por expertos en la materia, pero no hay nada que demuestre realmente que tales figuras fueron realizadas para exaltar la fecundidad y la continuación de la especie. El arte utilizará también a las venus como musas, inspiradoras para crear arte. El mismo Picasso cita la célebre frase “que las musas te pillen trabajando”, para encontrar la inspiración divina en un chasquido de mente, con las manos en la masa. Ésta Venus de Morillo la titula “venus del misterio” y es una continuación de las venus metamorfoseadas en algo onírico y fantasioso, sin orden ni intención. Son colores y más colores de una gran paleta que se expanden anárquicamente por el lienzo y configuran una obra más de nuestro genial autor. Una obra que sigue la continuación y el estilo de Morillo, ensalzada esta vez como venus del misterio.

En la Antigüedad, las venus eran formas más o menos idealizadas que representaban a mujeres con grandes volumetrías exaltando su fertilidad. Eran una especie de amuletos que auguraban la procreación y la continuación del ciclo de la vida. Posteriormente, la mitología clásica tendió a llamar así a la diosa del amor y la fertilidad. Fue básicamente una continuación de una iconografía prehistórica con un mismo significado tanto para hombres primitivos como para romanos. Dicho esto, nos enfrentamos a la enigmática obra de Morillo, el cual, sin salirse de los tintes abstractos y surrealistas ha tendido a representar a su particular venus del amor a base de explosiones de color sin ninguna intención idealista o de ponerlo fácil a los ojos del visor. Es, simple y llanamente, una obra que no se aparta del estilo de nuestro autor, colocándole un atípico título para una característica obra acrílica.

Un siniestro arlequín percute con sus baquetas un tambor en medio de un entorno frío y oscuro. Medio lado del cuerpo desaparece entre la penumbra de la derecha, recurso al que el autor nos tiene acostumbrado en su obra. Sólo se le aprecia con cierta claridad la cara, el instrumento y el brazo derecho. Es una tabla fría que contrasta con las otras obras musicales, siendo ésta más sombría y neutral, acorde con el instrumento musical que representa: el susodicho sólo crea acordes estériles y sin ninguna variación más allá de las notas roncas que crea al ser golpeado por las baquetas.

Una señorita inválida parece acercarse a una gran ventana, que vomita hacia dentro de la habitación un potentísimo foco de luz iluminando tanto el carmín vestido de la muchacha como las oscuras paredes de la habitación. La joven, de pelo rubio y corto, observa de manera neutral el mundo que se mueve tras la ventana, destacando su enorme vestido rojo que hace ser el protagonista cromático de la obra. Por lo demás, el orden de una acción cualquiera se ve alterado por las manchas de color y los “arañazos” de acrílicos que coloca Morillo sobre la muchacha y sobre la habitación, colocando la escena dentro de su obra, única y original.

Una equis parece, emulando un francotirador, señalarnos el punto crítico del quinqué que nos ocupa la escena. Éste curioso instrumento, de origen suizo, alimentó de luz miles de hogares europeos durante varios siglos hasta bien entrado el siglo XX. Aquí irradia fuertemente un gran haz de luz a la escena, manchándola casi toda de un amarillo tostado color ocre (exceptuando la zona derecha, la zona que comúnmente Morillo deja en sombra, en penumbra). Fuera del quinqué, nada visible con claridad ni precisión.

De no ser por el foco de iluminación, ésta tabla parecería una pintura negra del mismísimo Goya. Los personajes, una madre que coge a su hijo en brazos, parecen atónitos, sorprendidos, pareciendo incluso simular una tragedia inminente. Las pinturas frías le dan un aspecto macabro a la escena, acrecentado por las pinceladas a modo de rayas que parece que acechan y agreden a los personajes y rompen la tensa serenidad del cuadro. Es una pintura “rota”, una escena congelada que nos deja sin saber qué pasará a continuación, qué será de la madre y su hijo en brazos.

Círculos de distinto radio se superponen en una composición acrílica y llena de colores oscuros y claros. Los contornos son delimitados por el negro, y dibuja círculos de distinta forma, ya sean ovalados o concéntricos. Composición piramidal truncada, que se abre hacia círculos irregulares. Sólo domina una forma, el redondel, que se apodera del protagonismo de la obra y elabora una serie de formas irregulares de distinto color. Las sombras interiores son ocres, dándose el caso de tener colores superpuestos como el círculo ovalado en primer término. Toda ésta masa de figuras simples emergen de otra mayor que está en el suelo, y de su centro aflora todo lo demás, en una especie de agujero negro que expulsa formas de lo más variopintas.

Acrílico de estilo costumbrista que destaca por su sencillez y sutil gracia, sin alejarse demasiado del estilo de nuestro autor. Son campesinos mallorquines, figuras vivientes de una sociedad completamente rústica y agraria que parecen hablar. Sus rostros no están definidos, dejando a placer del espectador la configuración de sus rostros. Llama poderosamente la atención de los ropajes de los protagonistas, teniendo la señora una toca que nos recuerda a la usanza monjil, y el señor una chaquetilla con pañoleta anudada y pantalones. Los tonos ocres que rodean los personajes nos recuerdan a los parajes campestres donde trabajan, pareciendo sembrados de maíz o cualquier otro cereal mediterráneo.

Potente haz de luz se prolonga de izquierda a derecha, dejando el último extremo derecho del cuadro en fría penumbra. Un señor irreal toca un saxofón en medio de un entorno hostil pictóricamente hablando, emergiendo sus formas de la parte azulada y oscura, al contrario del instrumento, donde se le resalta el pabellón en la zona cálida. Parece que el cuerpo del músico forma la mayor parte de la derecha de la tabla, mientras que de la música que produce parece fabricar la calidez izquierda, aportando luminosidad y claridad a la obra.

Curioso acrílico que se centra de nuevo en un tema musical. En esta ocasión, es nuestro internacional instrumento, la guitarra, la protagonista de la obra. Entre la mezcolanza de colores parecen adivinarse dos figuras arlequín, producto quizás de la supernova de acrílicos de diferente color que Morillo le ha imprimido al cuadro. Dominan los tonos neutros y fríos, haciendo a la manera de nuestro autor (rayuelas en forma de X, líneas a placer que “agreden” la escena, manchas de color…).

Inimitable acrílico de una temática inglesa, recordándonos la curiosa obra de Turner “lluvia, vapor y velocidad”. Un ingente amasijo de hierros por nombre locomotora parece acercarse hasta nosotros a una velocidad estrepitosa a la caída del crepúsculo de la tarde. Sobre la máquina de vapor, Morillo ha pintado líneas que parecen “agredir” el cuadro y la nerviosa templanza de la obra. El tren se compone de tonos azulados y rojizos, siendo la circunferencia delantera la que parece que nos llega a atropellar debido a la proximidad a la que se encuentra. No se ven raíles ni estaciones, es simplemente el objeto ideado en el siglo XIX, producto de la intensa industrialización la que nos llega vertiginosamente y ocupa la mayor parte de la tabla.

Al cambiar el formato, la textura y el fondo de la obra cambia de manera bastante apreciable. El papel grisáceo acoge un ramillete de flores en V que es sostenido por un centro azulino, apareciendo un libro y dos difusas botellas. Las dos acogen centritos de flores azulitas y rojizas, esparciendo por el centro las formas en X, quiaismos como marca personal de nuestro autor.

La bestia recuerda a ídolos solares neolíticos presentes en los yacimientos de la campiña sur de Sevilla. Son cilindros alargados con grandes ojos de lechuza que todo lo observan y que en la antigüedad fue objeto de culto como divinidad de la naturaleza. Aquí se ha demonizado y guarda parecido con el extraño Mothman de grandes ojos. Sus enormes e inquietantes ojos cobran el protagonismo del cuadro, el cual está conformado por líneas de pintura chorreada a grandes raudales y sobre ella el ingente rostro de la criatura. Es parecido a un búho, un animal vigía de grandes ojos que todo lo ve. Un rostro endemoniado y nervioso que parece mirar el fondo de la mente del curioso.

Espeluznante y genial obra de Morillo. Se aprecia un gran incendio a lo lejos. Parecen veleros que arden incontrolablemente, recordando la imagen sucesos como los de la “Armada Invencible” o la guerra de Cuba del 98. El fuego sube en una especie de ondas hacia el cielo, que se torna rojizo y azul a medida que las llamas se desvanecen. La vela del primer término parece desgajada y suelta de su barco de origen. El desastre producido por las llamas se ha apropiado de la tabla e inquieta a todo observador que, impotente, mira una obra inerte pero cargada de acción y dinamismo.

Juego de tres botellas de distinto tamaño colocadas inteligentemente. Destaca la central, más alta y colorida que las otras. Además de los perfiles propios de los recipientes, aparecen otras líneas perfiladoras que inquietan la aparente serenidad del papel. El suelo donde se disponen los cacharros está compuesto por líneas difusas de tonos parduzcos y rojos, mientras que el centro, donde aparecen las botellas, parece salpicado hacia afuera, hacia los bordes del soporte por líneas amarillas y blancas. Las líneas fuera del perfil, comentadas anteriormente, parecen preludiar el estallido de las botellas que reflejará las líneas exteriores. Lo demás, fondo blanco roto de color carne y azulado en otras zonas que refleja el color de la botella mayor.

Tabla que nos retrotrae a la anterior llamada “botellas medio vacías”. Un potente foco que emerge del margen superior izquierdo emborrona parte del sujeto artístico. El título señala al libro que aparece sobre una mesa como el diario de un escritor anónimo. Encima de él hay unos cacharritos y un sobre envuelto, parece regalo. La paleta regala manchones de acrílico que conforman un envoltorio a la luz que emerge de la esquina, un preservativo que cubre el potente haz para permitirnos ver algo que le dé sentido al título.

Estallido de colores que parece salpicar desde dentro hacia afuera, hacia el espectador. La pintura parece que nos va a alcanzar de lleno en cualquier instante, extrapola de la propia tabla dirección al observador. Puestos a pensar, parece un espejo sobre el que ha chocado una ciclogénesis de colores rojos y azules, y debido al estallido el soporte aparece rajado. Siguiendo suposiciones el resultado es ése, pero desde el punto de vista artístico la obra encuadra otra supernova abstracta de Morillo, en el que el título parece orientarnos hacia el espacio interestelar, con una supernova (esta vez extraterrestre) que explosiona recordando a la muerte de una estrella o planeta.

“Tenebrista” podríamos poner como adjetivo a ésta tabla. La ciudad aquí no está simplificada, las formas no ayudan a hacer una ciudad. Es un manchón de círculos y cuadros similar a las composiciones anteriores pero con ascendencia más abstracta, más profana. No hay ninguna voluntad geométrica ni obedece a ningún orden arquitectónico típico de una ciudad. Es un acrílico de Morillo, no hay más. Una obra genial, atrevida, surrealista y abstracta. Busquen las líneas del pincel y hagan ustedes mismos su particular ciudad del mundo.

Éste acrílico continúa con la saga “ciudades del mundo”. En concreto, parece imitar de una forma libre Sidney y su famoso auditorio, conformado aquí por una media equis, cruces y cuadrados que de una forma muy inteligente dan forma al recinto en un fondo oscuro, el cual parece reflejarse en el agua imaginaria del fondo. El autor no muestra el reflejante, pero si el reflejo, por lo que induce al espectador a participar en la obra y a imaginar un “non finito” del cual el creador se ha tomado la libertad de no poner en el acrílico.

Ciudad anónima abstracta de composición marcando un quiaismo, un manchón de colores en x que agolpa tonos típicos en la paleta de Morillo. Son el azul, ocre color yema, rojo, blanco y negro. El fondo donde se desarrolla la mixtura es oscuro, a imitación de los otros cuadros de la saga “ciudades del mundo”. Parece delimitar los bordes del manchón los cuadritos en forma de cruz blanco y azulino claro. Las formas se agolpan sin orden ni intención estilística hasta hacer una supernova de colores claros sobre un fondo oscuro.

Acrílico que centra el estilo en el dibujo mediante pinceladas gruesas de color negro o azulado que bordea los perfiles de los útiles. Los platos se componen de círculos concéntricos a modo de diana con diversos colores, siendo el centro ocre color yema. Todos los cacharritos son transparentes, de modo que se superponen como si estuvieran uno sobre otros en un tapiz imaginario. Son en total seis platos de distinto tamaño, una patena y dos jarras de cristal.

Una vez más, nuestro artista nos sorprende con un frío bodegón, en esta ocasión, con formas y volúmenes más serenos que en ocasiones anteriores. Sobre la mesa se nos agolpan cuatro útiles del hogar. Sus formas son fáciles de adivinar, y posee una serenidad atípica en la obra del pintor. El cuadro no sería nada sin las líneas que “agreden” la tranquilidad del tapiz y que en líneas recorren la escena central. Colores ocres típicos y blancos se agolpan rompiendo también la quietud de los objetos, en los que parece que el candil se “cae” al suelo. El foco de luz se sitúa nuevamente atrás e ilumina la escena, pero ésta vez la luz gana sobre las tinieblas, dejando sólo en penumbra la zona inferior de la encimera.